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Vie, Abr
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La semana pasada falleció Cheché Dolberg. Cuesta convencerse de que algo así haya podido pasar. A quienes lo queremos nos queda un vacío extraño, una sensación rara, inexplicable. Y para el PC representa la pérdida de un dirigente hecho de una madera peculiar, de esos hacen falta en las buenas, pero más todavía cuando la taba cae de culo.

Corría el año 1961 y John Kennedy daba luz verde a la aventura de la gusanera en Bahía de Cochinos. En todo el mundo y en el medio de la Guerra Fría las opiniones y los bandos se dividían, y en el patio de la Escuela Nacional del Chaco, un pibe, apenas un adolescente corpulento y de un contundente vozarrón, enarbolaba en el mástil central una bandera de Cuba.

Vaya a saberse de dónde la había sacado, pero eso no les interesó a las autoridades de la escuela que lo sancionaron. Tampoco le importó a Carlos Dolberg, que no era otro que aquel pibe rebelde que ese día daba el puntapié inicial a una de sus vidas, en tanto comenzaba a construirse como un verdadero revolucionario. Y es que esto fue Cheché Dolberg: un revolucionario en diferentes sentidos, un tipo que a lo largo de su vida, vivió muchas vidas y en cada una de ellas actuó, siempre, siguiendo el dictado de su razón, el mandato de su ideología y el sentido que su enorme y solidario corazón le daba a cada episodio de su propia historia.

Esto es algo que hizo siempre con una generosidad extrema, a punto tal de medir poco y nada las consecuencias personales que podría traerle cada acto de y desprendimiento.

Una de las formas de expresarse que tuvo ese espíritu libre que fue Cheché Dolberg, es construyéndose como comunista. Por eso, en esa tarea de vivir varias vidas, tempranamente comenzó a militar en el Partido Comunista, primero en su Chaco natal, después en la universidad donde estudió Arquitectura y más tarde como parte de una Dirección Nacional que lo tuvo entre sus principales referentes por varios años.

Pero también fue vendedor de muebles, amigo de la buena comida y de la mejor bebida, de las largas charlas plagadas de anécdotas, de la risa y las fiestas que habitualmente lo tenían como un excelente anfitrión, papel que disfrutaba sobremanera. Y fue jugador de rugby y escritor de formidables historias, en las que por medio de una narrativa ágil suele estar presente su pago chico.

Cheché era uno de esos tipos que se las ingenian para tocar todos los instrumentos, y que lo hacen bien. Por eso nunca le escapó al bulto, siempre le puso el cuerpo a la militancia y jamás dudó en señalar aquello que le parecía que estaba mal, siempre con argumentos y lejos de cualquier intención de provocar una polémica estéril.

Algunos lo recordarán por su participación en el Comité Central del PC, otros por su militancia en los frentes de masas y en el territorio donde tuvo particular protagonismo -entre otras cosas- en los albores del movimiento piquetero, durante aquellas jornadas del corte de la ruta 3, allá por 1997.

Y como Cheché no era de esos que ven en la política un juego de poder, nunca especuló ni anduvo con subterfugios. Por eso también se sintió con pez en el agua cuando fue protagonista de las asambleas populares que sucedieron al estallido de 2001.

Otros preferimos recordarlo por su paso por Nuestra Propuesta, donde desembarcó en un momento difícil y fue una pieza clave con su mirada aguda, su extrema sensatez, el afecto, enseñanzas y comprensión que prodigaba, así como por su preciso e inteligente análisis político que nos hacía pensar que su pluma de inagotable tinta nunca se iba a acabar.

La semana pasada falleció Cheché Dolberg. Cuesta convencerse de que algo así haya podido pasar. A quienes lo queremos nos queda un vacío extraño, una sensación rara, inexplicable. Y para el PC representa la pérdida de un dirigente hecho de una madera peculiar, de esos hacen falta en las buenas, pero más todavía cuando la taba cae de culo.

Decir que tenemos mucho que agradecerle a Chché, sería decir sólo una parte. Decir que vamos a extrañarlo demasiado, sería contar apenas un poco de lo que  sentimos ahora. Pero, quizás, lo mejor sea decir que Cheché fue uno de esos tipos cuya existencia justifica la vida.

Y como Cheché fue un tipo de varias vidas, por ahí ahora mismo ande viviendo una nueva…quién sabe por dónde, eterno e intacto. Por eso, antes que cualquier otra cosa y lejos de cualquier liturgia, quizás lo mejor sea decirte, querido Cheché: nos estamos viendo, camarada.