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Mar, Abr
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Política
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Pagar o pagar, pero si siempre pagan los mismo: la vida en clave capitalista. Deuda externa ¿un problema argentino?

En la recta final del plazo que el propio gobierno -y las circunstancias- marcó como horizonte de su etapa inicial, el presidente Alberto Fernández le habló a la Asamblea Legislativa con un mensaje en el que se dirigió a los grandes jugadores del sistema financiero global y, aún sin proponérselo, a los comunistas.

Flanqueado por el núcleo duro del Frente de Todos, ratificó la voluntad de su gobierno de satisfacer -e incluso encabezar- demandas vinculadas a la ampliación de de derechos de tipo liberal/ciudadano. También destacó el esfuerzo de su gestión por acomodar los diferentes precios relativos de la economía que su antecesor dejó francamente desmadrados. Y volvió a plantear su confianza en la construcción de un acuerdo policlasista.

Pero más allá de todo, lo que quedó en claro es que el horizonte de esta primera etapa está puesto en el 31 de marzo y que aquello en lo que el ejecutivo espera avanzar, está drásticamente condicionado al resultado que pueda tener la renegociación de la deuda.

Aquí es prudente aclarar que hablar de sistema financiero global, es hacerlo de una de las facciones -la más exitosa- que protagonizan la pugna por la preeminencia hacia adentro del capitalismo. Su paradigma es un planeta en el que las formaciones estatales deleguen su soberanía económica y política en los principales actores de la corporación financiera.

En este contexto, la imposición de deuda explica su dinámica de expansión: significa un flor de negocio para esa compleja trama que se puede definir como “la banca”. Pero, asimismo, merced a la imbricación que la banca tiene con los complejos militar-industrial, tecnológico, del entretenimiento y la massmedia, retroalimenta al sistema capitalista como una formidable herramienta para imponer un modelo de “crecimiento” económico y simbólico de dominación.

Y encima, mientras tanto, los intereses la multiplican exponencialmente. Así se comen cualquier presupuesto y condicionan trasversalmente y ponen límites a cualquier iniciativa, incluso, de un gobierno bienintencionado que pretenda disciplinar a banqueros codiciosos o formadores de precios “pícaros”.

Ante esto, neoliberales, keinesianos y protokeinesianos se empeñan en bajarle la persiana a la reflexión, echándole la culpa a la “crisis”, palabra que de tanto repetir vuelven abstracta.

Unos patalean porque nunca los dejan ir a fondo en eso de dejar que “la mano invisible del mercado” lo acomode todo, mientras le achacan todos los males a la “excesiva” intervención estatal y, sobre todo, a lo que consideran la intromisión del universo del trabajo.

Por su parte, los otros lamentan la pesada herencia, hacen la evaluación de daños y con el sacrificio –siempre de los mismos- se empeñan en emparchar el sistema porque, después de todo, siguen convencidos que la crisis responde a conductas inapropiadas de actores financieros que abusan de la liberalización de la industria del crédito, lo que deschaveta a las finanzas a expensas de la economía real. Por eso creen que con virtud y rienda corta, se puede someter a esos actores a la lógica de la economía productiva y así, finalmente, se produciría el advenimiento del “capitalismo bueno”.

Eso sí, ambos coinciden en algo: la sacralización del carácter privado e individual de los medios de producción.

¿Pero de qué va todo esto de la “crisis”? ¿Será, acaso, algo nuevo que nos toma por sorpresa?

Un siglo y medio atrás Carlos Marx advirtió que la crisis es un componente inherente a la dinámica propia del capitalismo, ya que deriva de las contradicciones insoslayables del propio proceso de acumulación capitalista, por lo que se explica por los propios fundamentos del capital.

Entonces, son inherentes al capital las crisis periódicas y los ciclos de grandes crisis, pese a que cada circunstancia histórica en que se desarrollan les otorgue determinadas particularidades.

 

Límites

 

En este punto vale reflexionar sobre los límites que se le presentan a la dinámica de revalorización y acumulación del capital, así como a la búsqueda de maximización de tasa de rentabilidad en un escenario de competitividad y crecimiento de la productividad que, desde la mirada capitalista, se pretende es infinita.

¿Pero será tan así la cosa y, en tal caso, qué tiene que ver todo esto con la deuda que –en estos días- pone a Argentina en la tapa de algunos de los principales diarios económicos del mundo?

Aquí es prudente recalcar que aquello que planteó Marx se verifica en la seria contradicción que –ahora mismo- esa dinámica de eterna expansión presenta respecto al ecosistema, la productividad y, fundamentalmente, los seres humanos.

Por eso, desde hace rato y con su propio horizonte a la vuelta de la esquina, esa dinámica echa mano a lo más criminógeno que tiene el capitalismo.

Este momento de la Segunda Crisis de Larga Duración Capitalista no es otro de los tantos que cíclicamente atraviesa el sistema. Este momento –y por supuesto- su capítulo argentino lejos está de ser un desequilibrio factible de una rápida recuperación, por medio de la reestructuración de actores económicos y facciones del capital capaces de reorganizarse y construir una nueva hegemonía social a partir de un barajar y dar de nuevo que reacomode fuerzas políticas y construya pactos sociales policlasistas.

Es que este capítulo de la crisis no es de coyuntura, entre otras cosas, porque uno de sus componentes medulares es la propia estabilización que el sistema-mundo que es el capitalismo (por ende la economía, producción y finanzas globales), consiguió no hace muchos años a fuerza del brutal sobreendeudamiento de gran parte de las formaciones estatales, incuso aquellas de primer orden.

Con este corsé la tensión entre economía real y financiera se vuelve desequilibrio en un escenario en el que en una paradoja para el capitalismo el dinero ya le ganó por goleada al capital, y en esto de la lógica de acumulación se metieron por la ventana los productos de la revolución tecnológica que plantea otro avance del universo del capital sobre aquel del trabajo, a partir de la recreación del mito de  la productividad y la rápida recuperación de tasa de beneficio.

El precariado que pretende reemplazar al proletariado tiene un efecto simbólico peligroso, pero también concreto ya que la expulsión trabajadores del sistema productivo, también impacta negativamente sobre la demanda lo que abona la sobreproducción de mercancías. La obsolescencia programada va de la mano de la cultura de lo efímero y ambas son una necesidad de este momento del desarrollo capitalista.

El capital es su propio límite interno a la propia acumulación de capital, decía Marx y como se ve, en esto tampoco se equivocó.

 

Fuga

 

Todas estas características aportan a comprender el caso de nuestro país, donde se fugaron algo más del ochenta por ciento de los 129 mil millones de dólares con el Gobierno Cambiemos endeudó a los argentinos.

Queda claro que esto condiciona cualquier previsión de gasto e inversión que se pretenda hacer para el presente año. Y no sólo eso: una cuarta parte del Presupuesto de 2019 fue para pagar deuda. Medido en dólares la cifra asusta: 19 mil millones.

Por eso es que toda iniciativa del actual gobierno está condicionada –al menos hasta fin de mes- al acuerdo al que pueda arrobar con el FMI y otros acreedores.

Ese es el round decisivo de una pelea en la que, hasta ahora, va perdiendo por puntos. En su gira por Israel y Europa, Fernández se llevó foto, aplauso y beso pero con eso no alcanza.

Es que más allá del apoyo que recogió para renegociar la deuda ante el FMI, el ejecutivo bonaerense fracasó en su intento de postergar los vencimientos del BP21 y al ministro, Martín Guzmán, le quedó un sabor amargo en la boca cuando tuvo que declarar desierta la licitación para financiar el bono Dual, lo que obligó a cancelar 96 mil millones de pesos.

La posibilidad de default sobrevuela cada movimiento que da el gobierno, que intenta desandar un camino que tiene un hito clave en el reperfilamiento que dispuso la Presidencia Macri en su afán por ganar tiempo con su esperanza puesta en octubre de 2019. Todo eso quedó muy lejos y, ahora, el ejecutivo la tiene difícil.

¿Pero quiénes son aquellos con los que se debe sentar a negociar? A uno ya lo conocemos. El FMI que ahora quieren convencernos reflexionó y comprendió que estaba mal “financiarle la campaña a Macri” y que la deuda es impagable. Pero también hay otros.

La gestora de inversiones BlackRock encabeza el tándem de grandes bonistas que posee los papeles del ochenta por ciento de los 85 mil millones de dólares de deuda tomada por el Gobierno Cambiemos con acreedores que no son el FMI, organismo que reclama 44.149 de dólares.

BlackRock es grande por su volumen pero también por su capacidad de provocar daño y sintetiza -como pocos- de qué va esto de la financierización que tiene como paradigma una de las facciones en pugna por el rediseño del capitalismo en este siglo 21.

Este Fondo que –entre otras cosas- es el principal accionista de Monsanto, Bayer y Netflix, administra un activo financiero superior a los siete billones de dólares -esto es- alrededor de veinte veces el PIB de nuestro país, que durante la Presidencia Macri cayó a algo así como 352.300 millones.

Acollarado en ese tándem, aunque con menos volumen, aparece Franklin Templeton, el mismo que tiene como representante local a Gustavo Cañonero, un accionista fuerte del Mercado de Valores de Buenos Aires, que ocupó la vicepresidencia del Banco Central durante las gestiones de Luis Caputo y Guido Sandrelis.

De más está recordar que fue durante la gestión de Caputo cuando la deuda argentina se catapultó exponencialmente.

Estos dos fondos pagaron a cuarenta dólares la lámina internacional de títulos emitidos por nuestro país nominada a cien. Así se quedaron con la parte del león de lo que dejaron los “inversores” que venían sosteniendo al Gobierno Cambiemos, por supuesto, mediante préstamos usurarios y que –con información privilegiada- se fugaron con la estampida de abril de 2018.

Entre ellos están JP Morgan, Goldman Sachs y Hsbc la misma multinacional británica de banca y servicios financieros que el actual gobierno contrató –junto al Bank of America Corp.- para encargarse de la tarea de colocar los papeles de su reestructuración de deuda.

También contrató a Lazard como asesor financiero, es decir el encargado de rastrear y ablandar a quienes tengan títulos de deuda argentina. “Los clientes recurren a Lazard porque saben que podemos lograr resultados que de otro modo no podrían lograr”, dice en su página web su presidente, Kenneth M. Jacobs. En eso confía el gobierno argentino.

Aquí hay que señalar que estamos hablando de 34 títulos diferentes regidos por la cláusula de adhesión colectiva, es decir, que el Estado debe acordar –al menos- con el 75 por ciento de los tenedores para que el resto deba acatar lo negociado. BlackRock y quienes actúan en su tándem poseen más del 25 por ciento, algo que le mete más presión a las tratativas que el ejecutivo pretende cerrar antes de fin de mes.

Por eso es que ya se oyen voces oficiosas de la actual gestión, que insisten en plantear que hay vida más allá de fin de mes y que el default no es una alternativa apocalíptica.

Es verdad que no sería la primera vez que Argentina cayera en cesación de pagos y que el recuerdo de la anterior todavía está fresco ¿Pero se parece la actual situación a la de 2002?

En el juego de las diferencias lo primero que aparece es que, aquella vez, Néstor Kirchner debió negociar sobre un default que ya se había consumado y reconocido, pero también que lo hizo con una masa crítica de fondos administradores de pensiones -del tipo de las Afjp- que tenían que responder ante sus pensionados, lo que contribuyó a aceitar el camino que condujo a la quita del 63 por ciento y alargue de los plazos.

Pero ahora el default está en el horizonte y en un escenario en el que la restricción externa se profundizó drásticamente desde 2018. A esto se suma la economía doméstica descalabrada que dejó la Presidencia Macri, con un fuerte déficit fiscal y de balanza comercial, con cadenas de comercialización estresadas y severas distorsiones en el esquema de precios.

Asimismo la brecha entre el dólar paralelo y oficial anda en el treinta por ciento y que puede crecer considerablemente si se defoltea, tal como lo explica la experiencia de los últimos meses del gobierno de Raúl Alfonsín que se prolongó –incluso- hasta la implementación del Plan de Convertibilidad. Entonces habían pasado dos años y la relación entre el peso/austral y el dólar pasó de 17 a diez mil.

Esa vez como tantas otras, aquellos que tienen capacidad de ahorro –fundamentalmente sectores de altos y medios ingresos- apostaron al dólar. En el gobierno saben que el mito de la infalibilidad de la moneda estadounidense se retroalimenta y atraviesa transversalmente a la sociedad y esto también lo lleva a temer el escenario de defoult.

Pero en La Rosada también saben que por las características de su economía, Argentina es capaz de dar respuesta con relativa rapidez.

2019 marcó una cosecha record de alrededor de 147 millones toneladas de granos, la industria comenzó a dar signos de reactivación y las centrales sindicales coinciden en confiar en la concreción del acuerdo policlasista que Fernández prometió en campaña.

Todo esto también lo conocen los bonistas que apostaron a los papeles de deuda argentina y saben que –aún con quita- ya están hechos. Pero siempre van por más.

Y aquí es donde cabe preguntarse si vale la pena el esfuerzo que se vuelve a pedir a los trabajadores para garantizar esa capacidad de repago. Sobre todo si esa reconstrucción pretende tener su pedestal en un acuerdo entre quienes lo perdieron todo y empresarios “picaros” que siguen disparando los precios de todo, principalmente de los alimentos.

¿Hasta dónde vale reconstruir una economía basada en un mercado interno en el que los trabajadores sean considerados sólo consumidores que dejan lo poco que pueden salvar de la extracción de plusvalor, en los bolsillos de cinco o seis empresas que monopolizan la cadena de producción y comercialización de los productos básicos? 

Entre las ideas y propuestas que el gobierno plantea en el abordaje del problema de la deuda, la más fuerte conceptualmente es aquella de decirle nunca más a la deuda-

¿Se le puede decir nunca más cuando se pone tanto énfasis en acordar formas que garanticen el pago de una deuda que el propio gobierno reconoce como ilegal e ilegítima? ¿Alcanza con la promesa de avanzar en una comisión que investigue responsabilidades y que, en consecuencia, se actúe judicialmente? Para esta última pregunta la mejor respuesta se puede tener repasando el recorrido que hizo Alejandro Olmos.

Es que la corrupción -también en el caso de la deuda- es sólo un epifenómeno, porque no es otra cosa que una consecuencia necesaria e insoslayable de la propia dinámica de acumulación que presenta el actual momento de la Segunda Crisis de Larga Duración Capitalista, en el que los ciclos de recomposición buscan responder a la inestabilidad y convulsiones del sistema.

Por eso propician breves interregnos, en los que se gestionan procesos productivos que favorecen cierta mediación social entre el capital y el trabajo. Y también dinámicas de integración social que descomprimen el conflicto y fidelizan a los sectores subalternos en la lógica que permite la prosecución de la apropiación del plusvalor.

Pero tal como lo está exhibiendo el caso de nuestro país, este tipo de interregnos tienen cada vez menos posibilidades de ser generosos y más dificultades para pensarse en el mediano plazo.

Para simplificarlo: el “capitalismo bueno” tiene cada menos herramientas y tiempo para arreglar lo que rompió el capitalismo malo.

Por eso es que sin quererlo, ante la Asamblea Legislativa Fernández también les habló a los comunistas.

Es que está claro que no va a ser con recetas y herramientas capitalistas como se podrá enfrentar la crisis que es inherente a este momento del desarrollo del sistema capitalista. Entonces, la respuesta sólo puede construirse desde quienes están ideológicamente afuera del sistema de relaciones que impone el capital.