Hugo Cravero despide en estas líneas al querido camarada Tato González, que falleció el sábado.
Hay personas que no tienen nombre ni apellido. Tato era de esos seres humanos. Nunca supe su edad, su lugar de nacimiento, los componentes de su familia. Sólo era Tato, el de Villa Constitución, el camarada, el compañero comprometido en la búsqueda de un mundo entre iguales. La síntesis de la teoría marxista y la práctica.
No recuerdo bien cuando lo conocí, porque también era de esos tipos que crees que lo conoces desde siempre. Lo veo llegar a las reuniones vestido de obrero, su camisa Ombú color caqui, su jean gastado, sus borceguíes opacos, sin lustre. Era filoso en sus opiniones, crítico con su Partido, con él mismo, con sus pares, pero jamás un traidor a la causa.
Su rostro trigueño, de pelo entrecano, mal afeitado, de ojos vivaces, se iluminaba cuando ponía su capacidad histriónica en su oratoria. No había opinión de Tato que no llegara con algo de humor ácido y profundo.
Alguna vez, ya no recuerdo dónde, si comiendo unos sábalos en la casa del Vasco, o tomando unos vinos, con el Negro Sergio, en el patio de una casa alquilada que sirvió de local partidario en Rosario, o en un arroz con pollo en el Inga, Tato recordó cómo se tomó a puños, en plena calle, con un destacado dirigente sindical de Villa. En pleno auge de la crisis del 2001, cuando los compañeros galopeaban la malaria, Tato había participado de un encuentro clasista en Villa Constitución. Lo resuelto en la asamblea fue traicionado por éste gremialista, que no apareció por la ciudad por un tiempo largo.
Pero Tato no lo olvidó. Un día, cuando había escampado y el país estaba saliendo del desastre generado por el neoliberalismo, éste dirigente volvió a mostrarse en la localidad del sus santafesino. El comunista, el morocho menudo y laburante, lo vio justito en una esquina, a bordo de un auto nuevo y limpio. La paciencia revolucionaria lo hizo bajar de la bicicleta, dejarla apoyada en un árbol e invitar al sindicalista a bajar del coche, y resolver diferencias, y deslealtades, a trompadas. “Cuando no hay más argumentos, compay, éstas cosas se las resuelve de otra forma”, dijo.
La última vez que lo vi fue para los 100 años del Partido, el 6 de enero de 2018. Volvimos a reírnos de ya no sé qué tema, y me contó los trabajos territoriales que se estaban haciendo para afrontar el gobierno de Mauricio Macri y los embates del ajuste. Porque con Tato ibas de la risa a la reflexión en un tris, sin medias tintas.
Tato fue la continuidad de las luchas de Villa Constitución, junto los compañeros del Villazo. Mamó la historia obrera y justa de su ciudad. Se formó junto a Tito Martín y Carlos Sosa, y logró transmitir a los pibes el significado de ser comunista, revolucionario y buen tipo.
Ya enfermo no quería parar de militar y trabajar en la cooperativa, que junto a los cumpas se había creado para parar la olla. Había en él un compromiso similar a los hombres que admiró desde el primer momento que supo su destino.
La única certeza que tuve la tarde fría y gris que me enteré de su partida fue que Tato construyó algo más que Partido y militancia. Nos creó a nosotros, nos mostró por dónde continuar el camino para seguir buscando un horizonte colectivo. Lo imagino hasta su último aliento pensando y amando un futuro donde cada uno nosotros seamos parte de lo que vendrá.
Cuando ganemos las batallas, cuando el presente sólo sea parte de la oscuridad del pasado, cuando no haya patrones, ni explotados, ni desempates, ni guisos remendados, ni los singulares, recordaremos a Tato y le agradeceremos habernos dejado tanto a cambio de todo.