En esta columna y con la agudeza que lo caracteriza, el dirigente del Partido Comunista de San Juan, Rogelio Roldán, reflexiona sobre la Revolución de Octubre y su vigencia.
Mucho se ha escrito, no siempre con intención esclarecedora, acerca de la Revolución de Octubre. Pese a los intentos de manipulación, y de las mentiras lisas y llanas, todo ello da cuenta de su vigencia, pese a que Octubre fue liquidado por una protoburguesía, es decir la burocracia que escaló posiciones en la Unión Soviética.
La importancia de esta revolución radica no solo en que partió a la historia en un antes y un después al capital monopolista de Estado, dominante absoluto hasta ese momento. Al vencer a las catorce potencias agresoras en la guerra civil de 1918-1921, el poder soviético, junto al inicio de la construcción del socialismo, con la derrota política y militar del nazifascismo en 1945, dio una alternativa antiimperialista a los pueblos e impuso al sistema capitalista una política para tratar de contenerlo y confrontarlo por medios “pacíficos”: el llamado estado benefactor.
También, basado en su potencia económica y militar y en su política exterior pacifista, de respeto a la autodeterminación de los pueblos, impuso a los estados del gran capital concentrado varias décadas sin guerras, al menos no a escala planetaria. Estos elementos demuestran no solo la importancia y originalidad de esa revolución sino y, más que nada, la vigencia de sus propuestas teóricas y políticas.
El historiador marxista inglés Eric Hobsbawm, definió al siglo veinte como el “siglo corto”, que empezó con la revolución en 1917 y terminó con su colapso en 1989/90. Este análisis da muestra del contenido central de la época. La guerra interimperialista de 1914/18 fue la expresión más brutal del inicio de la crisis general del capitalismo, ingresado ya en su fase imperialista. Cierto es que las agudas contradicciones del capitalismo, exacerbadas por la guerra, son un componente externo de la situación revolucionaria, pero de ningún modo su condición determinante.
Sin embargo, en los sesudos análisis realizados al respecto, poco se habla de la ideología guía y directriz de aquel “asalto al cielo” como dijeron los poetas. En opinión de quien esto escribe, no se puede analizar esta bisagra de la historia sin estudiar a fondo el papel del dirigente principal de esa revolución, de Vladimir Ilich Lenin, del leninismo. Al aserto de Hobsbawm es útil completarlo con la idea de que el siglo veinte fue el siglo de Lenin. Este, a diferencia de la mayoría de los luchadores de su tiempo, comprendió a Marx y Engels en profundidad, jamás fue dogmático, lo que le permitió visualizar de manera acabada el problema clave de la revolución: la cuestión del poder. Ligó dialécticamente esa mirada con su convicción de la actualidad de la revolución socialista, esto es el enfoque de todos y cada uno de los problemas particulares del momento en su concreta relación con la totalidad histórico-social, su consideración como momentos de la liberación y desalienación del proletariado. Su capacidad de previsión política le permitió ver cuál sería el eje principal que las masas comprenderían y harían suyo, de ahí su planteo de “Paz, pan y trabajo” como objetivo a lograr por medio de la revolución.
Es de destacar que en los años insurreccionales de 1905 a 1907 la opinión dogmática dominante era, como lo narra Lukács, “Los que luchan en las barricadas están extraviados, la revolución aplastada es un error y la revolución victoriosa -que, según ellos, por fuerza debía ser efímera- es criminal...”. Ante semejantes “argumentos” Lenin respondía: “La actualidad de la revolución determina el tono fundamental de toda una época” y ponía el centro de su pensamiento y práctica en el rol histórico de las masas, que crearon los soviets, verdaderos organismos de poder popular alternativo.
A su regreso a Rusia, en abril de 1917 comprende rápidamente la situación que se vivía, que era, de hecho, una suerte de “rareza” histórica. De febrero a octubre de ese año es el período de la dualidad de poderes, el poder del gobierno provisional burgués de Kerenski coexistiendo en simultáneo con el poder de los soviets. Lenin, con su profunda percepción de la época, da un viraje a fondo en la táctica -plasmado en las Cartas desde lejos, las Cartas de un ausente y las Tesis de abril-, asunto este que al partido bolchevique le costó comprender y aplicar, y apuesta al rol de las masas organizadas.
Es así porque valora la experiencia de 1905 a 1907, la lucha contra la reacción ultraderechista hasta 1910 y la oposición a la guerra interimperialista de 1914-1918, lo que perfeccionó el rol de los soviets como instrumento de la autonomía obrera y el del partido como partido de clase, que asume la función de guía del sujeto social pueblo para ayudar a su transformación en bloque político de la revolución, con centralidad en el proletariado, entendido este como relación social y no como corporación sindicalista.
Concluida la dualidad de poderes, Lenin insiste en convocar al congreso de los soviets y, a la legitimidad política y cultural de masas, a la legitimidad dada por la construcción de la voluntad política de poder y de la herramienta necesaria que éstos ostentan, la apuntala con la insurrección general para tomar todo el poder estatal y liquidar el aparato burocrático militar y cultural del capitalismo dominante. De este período data su elaboración en torno a la situación revolucionaria.
De paso anotemos que fundamenta la legitimidad de la violencia revolucionaria en defensa de los derechos populares y como elemento de disputa contra el “orden” burgués, es decir la negación de todo derecho y la violencia contra las masas que pretenden cambiar la vida.
Ante las vacilaciones de una parte de la dirección, en especial de Zinoviev y Kamenev, es útil conocer la fundamentación de la insurrección para la toma del poder por parte del proletariado y de los campesinos pobres. Después de las jornadas golpistas de julio, el VI Congreso del Partido Bolchevique ratifica sus propuestas sobre la necesidad de la insurrección.
Al definir el carácter y la vía de la revolución, Lenin encaró este problema central desde la teoría, resultando decisivo su aporte para la práctica: lo hizo desde el ángulo de la organización. Al definir los rasgos característicos de una situación revolucionaria, entre ellos destacó que “las capas inferiores de la sociedad no quieran vivir como antes y que las clases dominantes no puedan vivir como hasta ahora” (…) “la revolución no es posible sin una crisis de la nación entera, que llegue tanto a los explotados como a los explotadores”. En ese marco de honda crisis, sin objetivos, sin decisión, sin voluntad política y sin organización es imposible darle orientación y direccionalidad a la lucha de la clase. En toda su praxis demostró que ese contenido solo se logra con la forma partido revolucionario.
De ahí que pusiera el centro de su enfoque y de su actividad en el papel de los soviets como instrumento de la autonomía obrera y el del partido como partido de clase. A la par, este enfoque de Lenin sobre el poder soviético es una innovación histórica. Cambia por completo la relación entre los participantes de una revolución, entre lo que se consideraba dirigentes y dirigidos. Es decir, no se trata de una supuesta vanguardia aislada que “baja línea” a las masas como sujeto pasivo, sino de la dialéctica entre ambas organizaciones como fuerzas activas, como protagonistas.
Ilich ve a los soviets como elemento importantísimo en la producción de la nueva democracia socialista. De herramientas de lucha se transforman en órganos de poder estatal, pero -esto me parece esencial- debían seguir siendo órganos de combate, no solo contra la reacción interna e internacional, que es el rol de todo Estado, sino contra el peligro de burocratización y autonomización del aparato estatal, que luego la vida confirmó que era el peligro más letal. Lenin los concebía como un poder que también cumplía el papel de control de sí mismo, como un poder realmente democrático, con un sentido explícito de clase.
Precisamente en el rol de los soviets como poder popular -y del partido de clase como orientador del mismo- se basó la estrategia de Lenin para dirigir el proceso de transición socialista, tarea que quedó trunca al momento de su muerte en 1924. A partir de ahí la directiva dogmática licuó el protagonismo obrero y popular subsumiéndolo en un aparato estatal burocrático que vació de contenido a la revolución y terminó por llevarla al colapso siete décadas después.
La actitud ante el contenido de Octubre Rojo es la piedra de toque para precisar la herencia a la que los comunistas renunciamos: el reformismo; y la que reivindicamos: la actualidad y vigencia del poder popular; el rol de la clase obrera entendida como centralidad del sujeto popular; el rol del partido revolucionario, pensado como concentración de fuerza subjetiva que se constituye en el seno de las masas y convierte a la conciencia en fuerza material organizada para la toma del poder y la destrucción del estado opresor; y el internacionalismo revolucionario. O sea, el gran aporte teórico en cuanto a las regularidades de la revolución.
Esas cardinales enseñanzas son de total pertinencia hoy, ya que el cipayaje mileista avanza, sin freno por ahora, por el camino de destrucción sistemática de toda conquista popular, de la economía, la ciencia, la tecnología, la identidad y la soberanía nacional. Para acabar con esta hecatombe urge resolver problemas graves como la crisis de alternativa de poder en el país, definida por la falta de autonomía del movimiento popular, la crisis del proyecto político de acumulación de fuerzas y la carencia de vanguardia revolucionaria, cuestiones estas que reclaman y ponen en tensión la función -revolucionaria o seguidista de opciones burguesas- de nuestro Partido Comunista y de otras fuerzas populares antiimperialistas y revolucionarias.