Estallidos sociales tras el asesinato de George Floyd. La amenaza del “enemigo interior” ¿Podrá EE.UU. exportar su crisis esta vez?
“Hay cosas más importantes que vivir”. Esto lo dijo el vicegobernador del Estado de Texas, Dan Patrick, que así respondió a quienes lo cruzaron por haber señalado que “los abuelos están dispuestos a sacrificarse” para “salvar la economía de su país”.
Estos dichos caracterizan bastante bien la mirada de un gobierno que en tiempos de pandemia rompe con la OMS, abona posturas conspiranoicas, le echa la culpa a la República Popular China y desestima las recomendaciones de la ciencia para enfrentar al Covid-19.
Pero no sólo eso. También fomenta la violencia desatada contra quienes intentan tener posturas acordes a lo que la OMS recomienda para lidiar con la pandemia.
“Son muy buenas personas”, dijo no hace mucho Donald Trump al referirse a la banda armada que copó el Capitolio de Michigan, donde intimidó a congresista para exigir que se levante el aislamiento social en ese Estado.
La reacción gubernamental ante la actividad abiertamente violenta de este tipo de grupos, es diametralmente opuesta a la que tiene respecto a quienes se manifiestan como reacción al asesinato de George Floyd, perpetrado el 25 de mayo por la policía de Minneapolis.
Ayer, en teleconferencia, Trump acusó a los gobernadores de ser blandos, tras lo que anunció la movilización de la Guardia Nacional y adelantó que se va a redoblar la represión.
En este sentido, dio una vuelta de rosca cuando anticipó que incluiría al movimiento Antifa en la lista de “grupos terroristas” que confecciona EE.UU.
Aquí vale citar que, hasta ahora, ni siquiera las milicias que parieron a Timothy McVeigh, fueron consideradas para esa nómina que siempre estuvo integrada por formaciones radicadas en otros países.
Y aquí es donde aparece un dato a tener en cuenta para intentar comprender qué es lo que está pasando en EE.UU. donde, quizás por primera vez -al menos en su historia reciente- aparece la figura de enemigo interior.
Es verdad que durante la década del 60 del siglo pasado, Washington movilizó a la Guardia Nacional, pero lo hizo con el argumento de la defensa de los derechos civiles que eran vulnerados, sobre todo, en estados del sur.
En ese momento la firma de la Ley de Derechos Civiles por parte de Lindon Jonhson, contribuyó a descomprimir la situación. Pero también a abonar el mito de la democracia liberal burguesa y su paradigma: EE.UU. como tierra de oportunidades.
En promedio, la población afrodescendiente percibe haberes del sesenta por ciento de lo que cobran los anglosajones. El acceso a la educación es otro tema: más de la mitad de negros no puede acabar el ciclo secundario, lo que condiciona severamente sus posibilidades de conseguir trabajo de calidad y, por lo tanto, acceder a una vivienda digna y disponer de un servicio apropiado de salud.
Por eso a nadie debería sorprender que, cuando EE.UU. supera las 105 mil víctimas fatales de Covid-19, se advierta que los afroamericanos mueren a un ritmo casi tres veces superior al de los blancos, tal como lo revela el relevamiento realizado por el Laboratorio de Investigación APM.
Estos son sólo algunos datos que hacen que valga la pena reflexionar acerca de por qué la máscara del American Dream se va cayendo a pedazos.
¿Pero por qué un gobierno avala públicamente a bandas armadas de derecha y exige represión para quienes piden, sólo, que se los incluya en el sistema?
“El gobierno fue constituido para proteger la propiedad, para proteger a los ricos de los pobres, a quienes tienen propiedad contra los que no tiene ninguna”, reconocía hace más de dos siglos el tercer presidente de EE.UU., Thomas Jefferson, en una frase que ahora suena como premonitoria.
Desigualdad
Un trabajo del Economic Policy Institute, da cuenta de que en EE.UU., a partir de 1970 comenzó a dispararse la brecha entre el uno por ciento más rico y el resto de la población.
Sus autores concluyen que el creciente incremento de la desigualdad se vincula al achatamiento del salario mínimo, dado a partir de un proceso de desindicalización que trajo aparejado que se relativice la negociación colectiva como herramienta para fijar el precio del salario.
También por el alza del desempleo y la aceptación cultural de que los altos cargos de las corporaciones empresariales pudieran cobrar sueldos desmesurados, al tiempo que se flexibiliza la relación laboral. Hoy algo así así como cuarenta millones de estadounidenses carecen de trabajo de mínima calidad.
Así las cosas, la génesis y las consecuencias de la crisis que reventó en 2009 con epicentro en EE.UU., se puede explicar advirtiendo los desajustes provocados por la industria del crédito y la venta de derivados -la banca y los mercados financieros-, así como el crecimiento de la morosidad vinculada al crédito inmobiliario que hizo estallar la burbuja.
Todo en un contexto de extrema financierización y deslocalización de la economía estadounidense, que impactó en una pérdida inducida de empleos, caída de demanda interna y creciente endeudamiento.
Por supuesto que todo esto afecta más a los pobres y si como reconoce la Administración de la Seguridad Social, el cuarenta por ciento de las familias negras son pobres, la respuesta es clara.
La Presidencia Trump fue la respuesta que el sistema político estadounidense pudo dar a este problema.
Entre bravuconadas y pese a los tire y aflojes con Jerome Powell, acordó con el sistema financiero lo que permitió devolver cierta solvencia al crédito, motorizada por la política monetaria de la Reserva Federal de sostener tipos de interés a largo plazo por debajo de la tasa de crecimiento, para la deuda pública como la privada.
Asimismo, acomodó algunas variables que permitieron un leve repunte del crecimiento y baja del desempleo a partir de la creación de relaciones laborales regidas por el precariado. Pero de todos modos puede exhibir índices favorables en términos de demanda interna.
Pero también en EE.UU. la pandemia expuso con crudeza una crisis que ya estaba. Y plantea límites concretos inherentes a la actual etapa del desarrollo capitalista a los que, como protagonista central, EE.UU. no puede escapar.
Es que sería difícil que la principal formación estatal del sistema capitalista, lograra sortear los límites que impone la propia acumulación que lleva a producir cada vez más porquerías, pero también que lo haga del callejón sin salida que implica la vía de la creciente financierización.
¿Y podrá esquivar el límite social vinculado a la propia dinámica de explotación? ¿Será que la reacción gubernamental a las movilizaciones que hay en EE.UU. responde a la necesidad del capitalismo de apelar a formas cada vez más autoritarias en su afán por superar las limitaciones que le impone su propio ADN?
Quizás sea prudente leer en esta clave lo que pasa en EE.UU. Porque lo que estalla ahora es un índice de una crisis que es sistémica del capitalismo, y que tuvo un hito en 2009 cuando la crisis de sobreproducción acabó por dibujar un escenario que sigue sin superarse.
Por eso no deja de ser un reduccionismo, leer lo que está pasando sólo en términos de disputa racial.
Poner el foco en el color de la piel, es quedarse con una parte de la historia, pero a su vez, puede ser el argumento que vehiculice la idea de que se está ante un problema exclusivamente inherente a derechos civiles o ciudadanos y que, por lo tanto, podría resolverse por medio de una administración virtuosa de los canales que dispone la democracia liberal burguesa.
¡Y encima vinieron los chinos!
Para comprender a EE.UU. en tanto formación estatal líder del universo capitalista, hay que pensarlo como un conglomerado en el que coexisten un sistema de representación político-institucional muy atado a una burocracia estatal sólida.
Pero también un esquema donde se imbrican agencias estatales y paraestatales de seguridad/inteligencia, un complejo militar, industrial, massmediático y financiero que eficientemente fabrica sentido común, armas que hay que utilizar para amortizar la inversión, aparato de legitimación y mucho dinero de –al menos- dudoso respaldo que hay que vender a alguien.
Todo esto sirve como punto de partida para intentar comprender buena parte de lo que pasó durante la segunda mitad del siglo 20 y los albores del actual ¿Pero será que esta vez la receta no alcanza para todos hacia adentro de las fronteras de EE.UU.?
Hasta ahora, EE.UU. tuvo la habilidad de exportar todo lo que produce ese complejo: dinero, ideología, guerras y porquerías listas para exacerbar el consumismo.
Pero esta dinámica se ve alterada conforme se ralentiza la ronda de maximización de tasa de rentabilidad, provocada por los propios límites que impone la Segunda Crisis de Larga Duración del sistema capitalista.
Y, encima, a la hora de limar las asperezas que aparecen fronteras adentro, exportando la crisis, a Washington le salió un competidor.
Durante la Guerra Fría, EE.UU. disputaba supremacía global en los terrenos de la geopolítica y la geoestrategia, pero a la hora pelear en el campo de la geoeconomía, la Unión Soviética se subía a otro ring.
Ahora, la República Popular China aparece como una formación estatal que, por las características de su propio sistema, le plantea disputa en los tres terrenos. Esto hace que de cara a cada negocio, EE.UU. se encuentre con un competidor chino, incluso en aquellas posibilidades que se presentan hacia adentro de formaciones estatales tradicionalmente subordinadas a Washington.
Este dato también debe ser puesto sobre la mesa a la hora de intentar comprender qué está pasando en EE.UU., por qué su sistema político reacciona tal como lo hace y por qué, aunque en el corto plazo pueda resolver el estallido que irrumpió tras el asesinato de George Floyd, lo más probable es que la crisis continúe.