El pasado 14 de junio se cumplieron 20 años del fallo de la Corte Suprema que ratificó la ley 25.779, que terminó con la impunidad consagrada por el “Punto Final” y la “Obediencia Debida”. Carlos Zamorano, autor de aquella ley que se aprobó en 2003 y que reimpulsó los juicios contra los genocidas, dialogó con Nuestra Propuesta sobre una conquista que hoy, frente a un gobierno que promueve el negacionismo y la reivindicación de los crímenes de lesa humanidad de la última dictadura cívico-militar, debemos defender más que nunca.
El histórico abogado comunista preparó la estrategia jurídica y redactó el proyecto que finalmente anuló las leyes de impunidad. Zamorano recordó el enorme desafío político y jurídico que significó desarticular las normativas que impedían juzgar a los genocidas.
La anulación en 2003 de las leyes de “Punto Final” y “Obediencia Debida” (que durante más de una década y media actuaron como diques de contención que impidieron el juzgamiento de militares y civiles responsables de crímenes de lesa humanidad cometidos entre 1974 y 1983) marcó el inicio de un nuevo ciclo histórico en la Argentina. Este ciclo, atravesado por avances y retrocesos siempre vinculados al proceso de reorganización hegemónica abierto tras la crisis de 2001, hizo posible el juzgamiento y encarcelamiento de más de 1200 responsables del Terrorismo de Estado. Desde entonces, se dictaron más de 325 sentencias y se condenó a más de 1200 genocidas.
Carlos Zamorano recordó que “la nulidad fue una victoria popular”. El proyecto había sido presentado ante el Congreso de la Nación por la diputada de Izquierda Unida, Patricia Walsh, y fue aprobado luego de una intensa labor política para sumar adhesiones, que finalmente fueron mayoritarias a partir del apoyo del presidente de la Nación, Néstor Kirchner, y del expresidente Raúl Alfonsín, entonces jefe político del radicalismo. Zamorano recordó que “la tarea constante de la diputada Patricia Walsh fue decisiva, como así también la postura asumida por Alfonsín”.
Vale recordar que ambas leyes habían sido impulsadas por Alfonsín durante su presidencia como una concesión a los militares, quienes desde la óptica del radicalismo todavía conservaban poder de fuego suficiente como para poner en peligro la democracia recientemente recuperada. Primero, el 24 de diciembre de 1986 fue promulgada la ley de “Punto Final”, que establecía un plazo máximo de 60 días corridos para citar a declaración indagatoria a quienes se imputara por los delitos de represión ilegal; si no se hacía en ese término, el implicado quedaba absuelto de por vida. Zamorano enfatizó que se trataba de una “prescripción anticipada, con toda la entidad de una amnistía encubierta”. Luego, el 4 de junio de 1987, Alfonsín promulgó la “Obediencia Debida”, que eximía de responsabilidad penal a los miembros de las fuerzas armadas de rango inferior que hubieran cumplido órdenes superiores. La ley estaba amparada en el concepto militar según el cual los subordinados se limitaban a obedecer órdenes provenientes de integrantes de la fuerza con mayor jerarquía. Sin embargo, como puntualizó Zamorano, “la ley reproducía una mitología”, dado que el Código de Justicia Militar establece en su artículo 514 que solamente se deben obedecer “los actos del servicio legítimos”.
Zamorano recordó que el apoyo político estuvo precedido por una intensa labor de ingeniería jurídica, ya que se trataba de anular dos leyes que habían sido dictadas por el Congreso y declaradas como “constitucionales” por la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Al respecto, el abogado del PC y de la Liga Argentina por los Derechos Humanos puntualizó que “en 160 años había sucedido solo dos veces que el Congreso declarara ‘insanablemente nulas’ leyes que él mismo órgano legislativo había sancionado”.
El desafío más importante, recuerda Zamorano, era no sólo anular esas leyes, sino también dejar establecido que el fundamento de su sanción era ilegítimo e ilegal, es decir, que estaba reñido con el sistema jurídico nacional e internacional al que adhería Argentina. De ese modo, había que declarar nula la propia concepción de la ley. Esto era así dado que según las leyes argentinas para juzgar un delito se debe aplicar al acusado la ley más benigna, sea esta una ley vigente cuando se produjeron los crímenes, al momento de dictar sentencia o en un tiempo intermedio.
Entonces, explicó Zamorano, “lo que había que lograr era que el Congreso sancionara retroactivamente la ‘insanable nulidad’ de las leyes desde el momento mismo en que cada una fue aprobada”. Es decir: “si se declaraba que habían tenido un solo minuto de vigencia, los genocidas iban a quedar beneficiados por el principio de ‘la ley más benigna’, que siempre es de aplicación forzada, y ello representaba una virtual amnistía y una inocultable derrota para nosotros”, detalló el abogado. Finalmente, antes de la nulidad el Congreso votó la adhesión al tratado internacional que establece la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, lo que impidió posteriormente a la defensa de los genocidas alegar el principio de “la ley más benigna” y evitar que siguieran refugiándose en la impunidad.
A dos décadas de aquella históricoa conquista popular que contó con el aporte fundamental del Partido Comunista en las calles y en el congreso, vuelve a ser necesario repetir que el único lugar para un genocida es la cárcel común.