Así definió el canciller, Bruno Rodríguez, a la flamante Ley 35 con la que Cuba espera contrarrestar el ataque de Sillicon Valley. Aunque la norma es similar a las vigentes dentro de la Unión Europea, EE.UU. puso el grito en el cielo.
El canciller de Cuba, Bruno Rodríguez, defendió públicamente el Decreto-Ley 35 que se publicó el martes pasado, con la finalidad de dotar al Estado de herramientas legales para combatir delitos que se perpetran utilizando Internet como vector, entre los que figuran la difusión de noticias falsas y lo que definió como “desinformación y la cibermentira”.
Queda claro que la flamante norma es muy similar a las que ya rigen en varios países y en el bloque de la Unión Europea ¿Pero por qué será EE.UU. puso el grito en el cielo, exclusivamente, en el caso de Cuba?
Resulta evidente que la respuesta de Washington no puede disociarse del pustch perpetrado contra el sistema socio-político cubano durante julio, que tuvo un factor clave en la propalación y amplificación de fake news. Durante los días previos, esta actividad se profundizó vía Internet y mediante la utilización de bases de datos que objetivaron el ataque en los pobladores de La Isla.
Pero tampoco puede separarse de la versión –de fuerte asidero- que señala que se está preparando un hecho similar para los próximos días. “Al igual que los ciudadanos de los demás países, los cubanos tienen derecho a recibir y comunicar información veraz y enfrentar la utilización ilegal y subversiva de las TIC”, advirtió Rodríguez. Y tiene razón.
¿Pero qué dice la Ley 35? Ahí se tipifica como ciberterrorismo a aquellos actos que empleen las Tecnologías de la Información y Comunicación (TIC), para “subvertir el orden constitucional, suprimir o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas y de masas, las estructuras económicas y sociales del Estado, u obligar a los poderes públicos a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”.
En este punto, vale destacar que la propia legislación vigente en EE.UU., nada puede reprocharle a su homóloga de Cuba que, quizás sólo que llega varios años más tarde que la dictada en Washington.
Por otra parte, la Ley 35 advierte sobre los “daños éticos y sociales” que trae aparejada la proliferación del “eco mediático de noticias falsas”, así como los “bloqueos masivos de cuentas en redes sociales” y la “difusión dañina” que es la forma en que describe a la divulgación, por medio de Internet, de “contenidos que atentan contra los preceptos constitucionales, sociales y económicos del Estado”. Pero también a los que “inciten a movilizaciones u otros actos que alteren el orden público o difundan mensajes que hacen apología a la violencia”.
Estos segmentos de la norma bastaron para que, desde la Unión Europea (UE), se alzaran voces que alertan sobre el presunto atentado a la libertad y censura previa que todo esto constituiría. Pero la similitud con la propia legislación europea que tienen estos segmentos es palmaria.
Durante 2015, la UE creó equipos que se encargaron de asesorar a los gobiernos de este espacio regional, lo que logró una síntesis que se plasmó cuando tres años después, la Comisión Europea elaboró un documento que se envió al Parlamento Europeo, que sirvió de base para acordar un “enfoque europeo” a la “lucha contra la desinformación en línea”.
Desde ese pedestal, cada Estado miembro construyó sus propias normativas en las que, palabras más palabras menos, aparecen todos los elementos que ahora recoge la Ley 35 de Cuba.
Así, Alemania, Francia, Gran Bretaña y Lituania, hicieron hincapié en su preocupación por la “injerencia externa”, claro que como en estos casos la mira está puesta en Moscú. Pero la cosa parece no provocar el mismo escozor, cuando el temor -y muy fundado- lo tiene Cuba a la hora de intentar protegerse de lo que hace su vecino del norte.
También en la legislación adoptada por otros miembros de la UE, como en el caso de Irlanda, donde aparece la preocupación por la proliferación de bots que se utilizan para hacer uso malicioso de los algoritmos. Esto suena muy parecido a la aparición de miles de cuentas que invaden las redes de ciudadanos cubanos, el mismo día y a la misma hora, para propalar versiones que apuntan a construir una realidad alterna, tan ficticia como perturbadora.
Por su lado, en la legislación de otras formaciones estatales como Bélgica y Croacia, se puso particular énfasis en el control de la propalación de discursos de odio por medio de las redes ¿Acaso no entra en esta categoría la utilización de cuentas falsas para repetir hasta el hartazgo, mentiras tales como que quienes gobiernan Cuba se roban los medicamentos y se comen la comida que a veces escasea en los mercados?
Y también, en países como Italia y Bélgica, aparece una particular preocupación por el papel que se le asigna al Estado en la creación de organismos técnicos encargados de luchar contra la manipulación de la información y buscar la transparencia de las plataformas digitales.
En este aspecto, la Ley 35 es más avanzada, ya que al tiempo que faculta a las instituciones estatales para llevar a cabo este tipo de tareas, otorga a los ciudadanos el derecho de notificar la comisión de este tipo de delitos y recibir protección cuando el caso lo requiera.
Sobre este punto, el director de Ciberseguridad del Ministerio de Comunicaciones, Pablo Domínguez, aclaró que se pueden denunciar delitos como el ciberacoso, “los temas vinculados a noticias falsas, los relacionados con abuso pederasta u otros temas que la población pueda identificar”.
Derecho a la soberanía
¿Pero entonces qué es lo que molesta tanto a EE.UU.? Para encontrar la respuesta, sólo alcanza con señalar que la Ley 35 ratifica de forma contundente, el derecho del Estado cubano a ejercer plenamente la soberanía sobre su espacio radioeléctrico.
Y todo esto en un contexto en el que Washington anunció que pretende crear un servicio de Internet paralelo para Cuba, lo que es violatorio de las leyes y la Constitución de este país y de todas las normas internacionales redactadas al respecto.
Pero pese a toda esa normativa, formalmente aceptada a escala mundial, a la hora de la constatación empírica, queda claro que como herramienta, las TIC ocupan un lugar clave en el contexto del actual desarrollo del sistema capitalista y, por cierto, dentro de su marco histórico.
Entonces, lo que sintetizado en el concepto de Sillicon Valley pretende exhibirse desde el poder corporativo como una suerte de panacea universal, lejos está de serlo.
Es que con esto del mito del progreso infinito y la modernidad que está en la génesis del sistema capitalista, se lo pretende mostrar como si fuera un poder corporativo neutro e imparcial, sólo preocupado por suministrar bienestar por un módico precio ¿Pero alguien puede creer que corporaciones como Hewlett Packard o Facebook pueden serlo? ¿Acaso, en este caso, el mercado sería capaz de empoderar a la clase trabajadora?
Si a esta altura del artículo, le quedaba a usted algo de optimismo, lamentamos decepcionarlo. Es que lejos de ser un diseño tendiente al empoderamiento e incluso a darle funcionalidad a ese concepto tan caro al progresismo liberal burgués que es la “libertad de expresión”, el producto de aquella innovación tecnológica que se dinamizó hacia fines del siglo 20, acaba convirtiéndose en un elemento de fetichización que se suele utilizar para pretender obturar cualquier mirada crítica al nuevo momento de desarrollo capitalista que, por otra parte, esa innovación ayuda a construir.
De ahí que nada tenga de neutra y, en el mejor de los casos, la mercantilización de esta innovación represente para la etapa actual de desarrollo del capitalismo, lo que la revolución industrial fue en su génesis.
Así las cosas, el desarrollo científico-técnico del que deriva esta innovación, es producto de la simbiosis entre el Estado Liberal Burgués y el poder corporativo en sus peores expresiones.
En un momento en el que los propios límites que el capitalismo lleva en su ADN, le imponen al sistema un cuello de botella para la extracción tradicional de plusvalor, vale preguntarse qué es lo que la clase capitalista puede sacarle a las millones de personas a las que ya empujó fuera del sistema productivo.
Y la respuesta es la información personal útil para transformar a cualquier persona en mercancía. Pero que también coadyuva a remarcar el lugar de consumidor de cualquier porquería que todavía pueda comprar. O, simplemente, a transformar en masa de maniobra, funcional a los intereses del sistema, a aquellas personas que el propio sistema capitalista empuja al abismo.
Este es el sentido último que tiene el modelo rentista que se plantea desde la dinámica impuesta por los propietarios de la infraestructura de las comunicaciones. Porque, conceptualmente, Sillicon Valley sintetiza y explica la economía política de la información que es necesaria para la etapa actual de desarrollo del capital, caracterizada por la imbricación de un sector corporativo altamente concentrado y el complejo militar-industrial-financiero de EE.UU.
Es preciso resignificar el uso de estas TIC, construyendo herramientas propias de la clase trabajadora que aporten al diseño de un paradigma emancipador, pero también hay que tener en claro que, al menos por ahora y tal como está la cosa, estas innovaciones facilitan que el capital profundice más su carácter criminógeno, ya sea para favorecer a quienes fugan divisas hacia cloacas fiscales, para los que aspiran a fabricar candidatos de cartón aptos para hacerse con cualquier Presidencial y para aquellos que desde su propio odio, se obsesionan con destruir a un proceso revolucionario que desde hace seis décadas exhibe que, pese a todo el hostigamiento, es posible avanzar en la construcción de una democracia política y, fundamentalmente, económica.