Acabar con el hambre es un deber moral y ético. Desnaturalizar el hambre, pero también la pobreza, es una responsabilidad política que los comunistas no debemos rehusar.
Cuatro de cada diez pibes que viven en el conurbano bonaerense, se ven obligados a alimentarse en comedores comunitarios. Este es sólo un dato tomado al azar -entre muchos- que justifican la puesta en marcha del Plan Argentina sin Hambre que acaba de presentar Alberto Fernández.
Se trata de un plan ambicioso que involucra a carteras del ejecutivo nacional, además de gobiernos provinciales y municipales, al tiempo que prevé la creación de un observatorio interdisciplinario que sería el encargado de monitorear y evaluar la evolución del Plan.
El programa prevé garantizar el acceso a la canasta básica de alimentos, que haya canales de comercialización abiertos para la economía social, la implementación de un Programa Nacional de Seguridad Alimentaria y un Sistema Federal de Financiamiento.
Básicamente, en el Plan se destacan dos aspectos. El primero y más urgente es garantizar que algo tan básico como que coman cuatro veces al día aquellos que ahora mismo no pueden hacerlo. Y no pueden hacerlo porque, aquello que ya estaba mal en 2015, fue empeorado drásticamente desde entonces.
Datos oficiales revelan que sólo en el Gran Buenos Aires, durante los últimos seis meses quinientas mil personas entraron en la pobreza. Son parte del cuarenta por ciento de la población total del país que el Gobierno Cambiemos transformó en pobres.
Así, 18 millones de personas que son pobres en Argentina subsisten en un contexto donde la desocupación trepa a dos dígitos y, cada día, se cierran fuentes laborales.
Pero esto no es todo. Un reciente informe del Centro de Economía Política Argentina (Cepa), da cuenta de la forma en que pobreza y hambre están asociadas. En 2001 con un plan de empleo se podía adquirir 5,28 canastas básicas de alimentos, en 2015 un programa equivalía 7,27 canastas. Ahora, el salario social sirve apenas para 4,9 canastas.
Pero plantear como eje de gestión un plan que exhiba vocación de que nadie se quede sin comer, es también una forma de cuestionar el sentido común en cuya construcción y desde una clara mirada de clase trabaja el tándem de poder instalado en La Rosada en diciembre de 2015.
Acabar con el hambre es un deber moral y ético. Desnaturalizar el hambre, pero también la pobreza, es una responsabilidad política que los comunistas no debemos rehusar.
Y, en esto de hablar y actuar sobre aquello que es evidente, debe tomarse también como un paso adelante en la tarea de cuestionar la naturalización de la desigualdad, lo que no es otra cosa, que apuntar a la médula del ADN del sistema capitalista.